30/9/08

Una semana después... (cc. 115)

Una semana después de su muerte, una mañana me ocurrió una cosa extraña: hablé con él por teléfono. Y a pesar de que para vosotros lo extraño sea el hablar por teléfono con una persona que ha fallecido, para mí, en ese momento, lo raro y para nada habitual era el simple hecho de hablar con él por teléfono, porque yo era demasiado pequeña para saber lo que era la muerte y, también, para imaginarme que se lo había llevado a él.

Yo tenía un año y medio cuando dejé de verle a diario y los demás me decían que vendría más tarde; dos cuando crucé la calle para abrazarme a un completo desconocido pensando que era él y aproximadamente tres cuando me explicaron lo que era el cielo: ese sitio al que un día tienen que irse las personas mayores como mi bisabuelo y, también, los perros como Nerón.

Como decía, una semana después de que tras llamarle a gritos no me respondiese aquello de “ya voy pequeñita de Dios, tú no subas las escaleras que ahora bajo…” y tras haber esperado bastante tiempo sentada en ese primer escalón dónde siempre le esperaba, imagino que traté de dar con otros medios para dar con él. No sé si fue el primero, pero el más efectivo (o eso creía yo…) resultó ser el teléfono.

Descolgué el auricular, lo acerqué a mi oreja y comencé a llamarle como sólo yo lo hacía hasta que, al otro lado del auricular, volví a escuchar como alguien me llamaba “pequeñita de Dios” como también sólo él hacía…

No recuerdo lo que me dijo y tampoco lo que yo le dije a él, pero tras despedirnos colgué el teléfono con la promesa de que de la misma manera en que cada mañana yo le esperaba sentada en el primer escalón, esperaría a que, cuando él pudiera, me llamara por teléfono.

Corrí a contárselo a mi bisabuela, quién (aunque con lágrimas en los ojos) se alegró tanto o más que yo. Cuando mis abuelos llegaron a casa, también se lo dije. Y a mis padres. Todos tenían la misma reacción: una sonrisa en la boca y lágrimas en los ojos.

Por aquel entonces, yo era demasiado pequeña para buscarle explicación a aquello. Ni siquiera creo que se me pasara por la cabeza el hecho de que él sólo llamara a casa de mi abuela para hablar conmigo. Yo era su “pequeñita de Dios” pero allí también estaban su mujer, su hija, sus nietos… a los que también quería pero con los que, por alguna razón, no quería hablar.

Las que comenzaron siendo llamadas diarias, se fueron alejando cada vez más en el tiempo hasta que dejaron de existir, y dejaron de existir simplemente porque yo crecía y me hacía mayor.

Un día cualquiera, supe que él estaba en el cielo y que ya no iba a volver y años más tarde, muchos años más tarde, me contaron que mi bisabuela me había visto coger el auricular del teléfono para llamar a su marido una y otra vez. Y a pesar de que a ella se le partía él alma presenciando aquello, se tragó las lágrimas y haciendo de tripas corazón, fue hasta el piso de arriba y, haciendo uso del teléfono que allí había, se hizo pasar por él para hablar conmigo. A partir de ese día, se ponía de acuerdo con mi abuela, quién me llamaba con cualquier excusa, para poder subir sin que yo la viera y llevar a cabo esa llamada que a ella tanto le dolía pero que a mí me hacía tan feliz.

Con el paso de los años, cada vez le he ido dando más valor a ese “pequeño engaño” y, hoy por hoy, considero que es lo más bonito (y probablemente también lo más duro) que alguien ha hecho por mí en toda mi vida…

Veinticuatro años después de su muerte, una mañana me ocurrió una cosa extraña: volví a verle. Ya no tenía que conformarme con esas imágenes fijas que compartimos en las fotografías de mi primer cumpleaños que tanto he desgastado de mirarlas una y otra vez, ahora paseábamos de la mano, nos reíamos de mis tratadas y yo me abrazaba con todas mis fuerzas a sus piernas.

Y a pesar de que nunca he podido volver a escucharle llamándome “pequeñita de Dios”, una semana después de mi cumpleaños, recibí el mejor de los regalos: mi abuelo, después de recorrerse media Coruña y parte del extranjero, consiguió que le reparasen, restaurasen y pasasen a DVD la primera de doce películas en formato Súper 8. Película en la que, entre otras muchas cosas, hay escenas de mi pasado que mi memoria había olvidado pero que en pocos días memorizaré de principio a fin para no volver a olvidar jamás…





Para leer más historias con el mismo principio, visita: El CuentaCuentos.


11 comentarios:

Anónimo dijo...

Que bonito relato,que familiar y que tierno. Aunque, es cierto. El engaño, muchas veces duele y duele tanto a veces...

Un besito.

Rebeca Gonzalo dijo...

Una historia hecha de pedazos de corazón y retazos del alma, me ha gustado porque es una historia hecha de ternura y sentimientos y porque verdaderamente ese pequeño "engaño" fue sin duda una muestra de cariño y de amor sin igual. Me ha encantado, de verdad.

Corina dijo...

Qué historia más tierna!
Es que creo que lo peor de las muertes es no poderte despedir de los seres queridos.
Felipe Benítez Reyes en Mercado de espejismos dijo que "los difuntos pueden ser muy obstinados: nuestros muertos más íntimos no acaban de morirse nunca, precisamente porque se nos están muriendo a cada instante".
Besos

Rara dijo...

no creo en Dios ni en milagros...pero hay cosas que solamente pasan y son innegables...
gracias por la visita!!!
bienvenida cuando quieras..
=)

La Maga dijo...

No sé cómo llegaste a mi blog, pero me alegro, porque el camino de vuelta ha sido como encontrar, debajo del rodapié, aquella caja llena de tesoros de algún niño desconocido.
Gracias por emocionarme.
Un placer.

Anónimo dijo...

Entrañable historia.La perspectiva desde donde es narrada,la comprensión hacia aquel descubrimiento, hacen un todo de ilusión e infancia que reduce casi a lo desapercibido el concepto de engaño en medio de un recuerdo que permanece en el tiempo como un tesoro.
Un abraccio! :)

Óscar Sejas dijo...

Y algún día debía conceder mi más preciado tesoro, los cinco submarinos. Para ti toditos, con sus periscopios brillantes y todo.

Y si te doy cinco ya sabes porqué será ¿no?, porque me has emocionado como sólo MARÍA sabe hacerlo.

Los regalos, aunque sean tarde, si son especiales, son capaces de mover montañas.

Un abrazo enorme.

Sara dijo...

María, que estoy sensible!! :'( Ahora tengo una llorera de esas que cuesta detener...
Obviamente, me ha encantado.

Esther dijo...

Hola, María:

Al final, me di el capricho de volverme a pasar por aquí y qué decirte, que es un relato genial, increíblemente tierno, lleno de sentimiento y con un final muy bonito: todo el relato en sí, muy bonito y la actitud de la bisabuela, una actitud muy generosa y aunque fuera una mentira, la intención,el cariño con el que lo hizo es tan grande que lo abarca todo y lo vence.

Saluditos.

LUISA M. dijo...

Muy emotivo este relato.
Descubrí hoy tu blog y me ha gustado lo que he leído.
He llegado desde tu comentario en la última entrada de Soboro (Tres tristes tigres).
Ya volveré por tu "cielo azul".
Saludos.

VaNe dijo...

Es imposible conocerte y no llorar al leerlo.